sábado, 17 de septiembre de 2011

El almeriense que conquistó Siberia

Alfonso García abrió el mercado ruso a las frutas españolas.
FRANCISCO APAOLAZA / IDEAL.ES
El almeriense que conquistó Siberia
El empresario posa en el memorial a los caídos en la Segunda Guerra Mundial de Krasnoyarsk, la ciudad siberiana en la que reside. :: Francisco Apaolaza


Vive muy lejos. Tanto que Google Maps no sabe dibujar una ruta entre Cuevas de Almanzora, el pueblo de Almería en el que nació hace 59 años y la ciudad que discurre a sus pies. Bajo una colina rematada por la ermita en honor de la Virgen de Paskeeva, protectora de viajeros intrépidos, entre el humo de las fábricas se desparrama con irregular capricho su ciudad. Es Krasnoyarsk, corazón de Siberia, el Este del Este, plaza conquistada por los feroces cosacos del XVII, parada de pasajeros del transiberiano, gulag de disidentes y destino de aventureros locos. Alfonso García Guerrero es de los últimos, uno de esos hombres bala cuyas vidas se disparan alto y lejos. Entre sus aventuras cuenta con el honor de ser el primer español que trajo por aquellas carreteras los tomates españoles. ¿Cómo fue? «¿Tienes tiempo?», pregunta con un acento mezcla imposible de ruso y almeriense. Conduce un Lexus todo terreno entre los Ladas que tiñen las carreteras con su vómito gris. Suelta el titular: «Soy el español que trajo las primeras frutas de España a este país. Los primeros tomates, las primeras lechugas». A la ecuación vital habría que añadirle viajes sin comida, ruina, amenazas de la mafia, la nieve, media docena de casualidades y una canción de Julio Iglesias.
Todo comenzó en 1951. Nacía en Almería un niño emprendedor que antes de la mayoría de edad conseguía la licencia de exportador gracias a un viaje a Madrid a dedo por las cunetas. A los veintitantos había trabajado en Francia, moviendo verduras y tenía bares, discotecas e inversiones tan diversas que en su pueblo le conocían como 'Rumasa'.
En los noventa, la apertura comercial de la URSS y su posterior desmembramiento iban a cambiar su vida. «Conseguí cerrar un contrato de cinco millones de dólares que me costó una botella de Vega Sicilia por la que pagué 160.000 pesetas». No lo amortizó. «Mandé 40 camiones, un millón de dólares y no me pagaron. Me vi en la ruina, no podía hacer nada en España». Y tomó una decisión: se iría a Holanda tras su dinero. «Allí me dijeron que los que me debían estaban en Moscú, así que emprendí para allá el viaje en tren, pues no tenía dinero para el avión y comía gracias a los bollitos dulces que me dio un pasajero. Los del negocio eran gentes de la mafia que se hospedaban en el hotel Moscú». Lo trataron bien: una habitación, champagne, caviar, chicas... Ni rastro del dinero. «Me ponía de rodillas delante de ellos, pero...» Debió insistir demasiado. En una de las excursiones por la ciudad, uno de los matones le dio un mensaje: «Escápate. Te van a matar».
Su vida valía por aquel entonces 50 dólares en el mercado de la calle, así que se fue con el dinero justo para un café -en un local en el que estuvo resguardado cuatro horas- y el arrojo suficiente para entrar en el Banco Central a la hora del cierre, pedir dinero y plantar el aval de su reloj de oro encima de la mesa de la jefa de Internacional. Funcionó. En España, su mujer, Marie Rosa, y su hijo no tenían qué comer. «Todo lo fiaba Alfonsa, la tendera de debajo de casa», recuerda. Y se le quiebra la voz.
Sabe bien que en la crisis están las oportunidades. Porque en esos tiempos, en los mostradores de las tiendas de Moscú «no había nada». La economía estaba colapsada y la Unión Soviética, en caída libre. «Yo no podía volver a España arruinado», admite. Las huidas hacia adelante a veces salen bien. En la cabeza de Alfonso se cuadró el dos más dos: «Si yo exportaba fruta y allí no había nada, no tenía más que importarla. Mandé faxes a todos mis contactos para que me enviaran lo que fuera». Corría el año 1991. En España bajaba el Betis a Segunda, Ucrania vivía el desastre de Chernóbil, en el Kremlin juraba el cargo Boris Yeltsin y en una casa moscovita, con diez kilos de patatas en la despensa y veinte dólares en el bolsillo, un tal García fundaba FruitSpain, empresa rusa dedicada a importar casi de todo desde España. Hace 20 años.
Chirimoyas y nísperos
Llegaron a los mostradores rusos productos nunca antes conocidos. «Yo me iba a las plazas y allí hacía demostraciones con chirimoyas, nísperos y aguacates, porque no habían visto uno en toda su vida». Vendió frutas españolas desde Moscú hasta Vladivostok, hasta en la residencia del presidente, como si fueran joyas. En el tiempo en el que en el país se comían salchichas de cuarta, el kilo de mandarinas españolas se vendía a 160 rublos (unos cuatro euros de hoy, una fortuna) y lo más chic era beber agua mineral embotellada sin gas - «hasta entonces no se conocía»- que venía desde Cantalar (Caravaca de la Cruz, Murcia).
«Yo no quería trabajar con la administración, porque todo lo copian y lo lían», explica Alfonso, que sostiene que rechazó ser el proveedor del propio Mijail Gorbachov. Pero aquellos dos armarios roperos con abrigo de cuero hasta los pies que le fueron a visitar a la oficina le hicieron cambiar de opinión. «Acepté su contrato porque creía que eran de la mafia y resulta que no, que venían de parte de Yeltsin». Durante cinco años sirvió al dirigente, «un borrachón» fallecido en 2007, y estuvo entre la elite de los empresarios del país. Pero la vida le reservaba una sorpresa más, otro éxito salido del fracaso.
«Me encargaron importar desde España 300.000 dólares en muebles. Yo les dije que si estaban locos, que yo no sabía nada de muebles, pero insistieron. Me fui camino de España para comprar género y así empezó la aventura». También tuvo que hundirse para salir a flote. La empresa quebró y le dejaron como pago 100.000 dólares en muebles de Murcia en una tienda de Krasnoyarsk. «Llegué, contraté a su personal y los vendimos». Años después, llegó a regentar más de una decena de tiendas de Muebles de España traídos desde el Levante, y vendidos desde el Mar de China hasta Mongolia. En todas había una bandera rojigualda en la puerta y si dentro no sonaba Julio Iglesias, el director de turno podía meterse en problemas. Para los clientes amigos -muchos y muy ricos, tanto como para comprarse una estantería de 3.500 euros-, un cuadro con 'Vuela amigo, vuela alto' en ruso.
Ahora en la discoteca ERA, a la orilla del Yenisei, no se escucha 'Bamboleo'. Suena rap y un indio adolescente con los brazos tatuados canta una suerte de reggaeton. «Todo ha cambiado mucho aquí. Cuando llegué a esta ciudad no había nada. En la calle Lenin circulaban tres coches».
Ahora, delante del Mama Roma, donde come Alfonso a diario, hay pequeños utilitarios pagados a crédito, reliquias de los años 80 y también bólidos de a 60.000 euros que se han comprado los que como él, hicieron negocio en un país que tenía que reconstruirse. «Ganamos mucho y nos hemos arruinado varias veces». Ahora, los inversores de medio mundo miran a Rusia como uno de los golosos caramelos de los países BRIC (Brasil, Rusia, India y China). El almeriense ya no le ve negocio a sus muebles y sus pimientos, que ya vienen de China -sí a clínicas de maternidad y los geriátricos de lujo- y hace un tiempo decidió cerrar el chiringuito de los muebles y de las frutas. En unos meses cumplirá los 60 y se jubilará. ¿Siguiente etapa? Vivir la maldición del emigrante: «Cuando esté allí, echaré de menos esto. Y cuando esté aquí, querré estar en España...». Se encoge de hombros, busca a la camarera: «'Sh'ot'». (La cuenta).

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