Por Andrés García Ibáñez
11/JUN/2011
- - Andrés García Ibáñez
Algunos alcaldes no saben todavía por qué han perdido las elecciones. Dueños de un elevado concepto sobre su acción de gobierno en los últimos años, enrocados sin remedio con el asunto de la crisis y con una supuesta influencia negativa emanada por la pésima gestión gubernamental, no aciertan a encontrar los motivos que, en justicia, han determinado los vuelcos electorales. Ello les emplaza a crear una imagen victimista de si mismos.
En los tiempos de la bonanza, los ciudadanos éramos más condescendientes con los representantes; nos iba mucho mejor y dábamos por válidas o aceptables gestiones mediocres que, sin ofrecer grandes avances para nuestro pueblo o ciudad, mantenían la dignidad de los pequeños logros. Los vecinos veían un avance lento pero positivo, razón suficiente para votar otra vez al mismo equipo de gobierno. También éramos más permisivos con las cosas del politiqueo y sus corruptelas archiconocidas. Pero ahora todo ha cambiado; la política se ha podrido en extremo y en detrimento de las esencias democráticas, la crisis ha destruido toda esperanza de futuro para millones de personas. Ahora tenemos mucha más prisa; no nos basta con una mediocre gestión y exigimos el máximo, faltaría más. Si a ello le unimos la buena imagen –no desgastada- de muchos candidatos opositores, tenemos el cóctel lógico que explica la voluntad del cambio, la necesidad de aferrarse a lo que sea para soñar –que afortunadamente es gratis- un futuro mejor para todos los nuestros.
Antonio Rodríguez Martínez, apodado “el Pistolas”, fue alcalde de Laroya en los años de la transición. Sus métodos para pedir en nombre de sus vecinos a instancias superiores se han hecho justamente célebres.
Pertrechado con su cayado de hierro –forrado con un tubo del butano- y su capazo con viandas de la tierra, marchaba a la capital –tras echar mano del primer conductor que se ponía a tiro- para entrevistarse con el Gobernador. Allí le comunicaban que lo tenía difícil para que tan alto personaje le recibiera, pero él no tenía problema; se sentaba a esperar en la misma puerta, sin prisa ninguna. “Tiene que pasar por aquí”, y sacaba la comida del canasto y allí mismo se arreglaba. Estupefactos por su actitud, finalmente le conducían hasta el gobernador, a quien exprimía cuanto podía en beneficio de su pueblo. No tenía el menor interés de medrar políticamente, sólo le movía la determinación por ejercer su función como mejor sabía y podía, usando las armas de que disponía, en cumplimiento de su obligación.
Desgraciadamente, su espíritu y proceder incansable no ha perdurado entre los representantes de la nueva ola, siervos de unas siglas, aspirantes de la prebenda. Hoy ya no quedan apenas alcaldes, tan sólo tenemos políticos.
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